La escritura “maldita” de Elena Jancarik

En el libro “La soledad de los muertos”, de esta autora, todo resulta sorprendente

La escritura Elena Jancarik en una lectura ante el público mendocino, en 1958. (Archivo Los Andes).
La escritura Elena Jancarik en una lectura ante el público mendocino, en 1958. (Archivo Los Andes).

Con este libro de Elena Jancarik todo resulta sorprendente: en primer lugar, el hecho de haber aparecido nuevo, flamante, como recién salido de las prensas, a más de cincuenta años de su publicación original, en 1971; luego, el contenido del volumen, inusual por el tema pero sobre todo, por la densidad poética que alcanzan sus páginas, a falta de un auténtico hilo argumental.

Humberto Crimi, en el prólogo que lo antecede, habla de “novela” a propósito de este conjunto de textos -¿capítulos?- titulados, sugestivamente, “Dios puede romperse de tristeza”; “Es una pena padrecito que se pudra el domingo en sus ojos”; “Irene, la luz es opaca”; “Las lámparas del agua”; “Buenos días señorita Ernestina”; “El condecito rubio”; “El traje del coronel se ha muerto”; “A Juan Felipe lo mataron los sueños”; “El velorio oscuro de la Juana”; “El invitado” y un poema final, en verso libre, que repite el título del volumen completo y del algún modo lo resume: “Dios puede romperse de tristeza / en la catedral de los pájaros muertos. / Es una pena. / Todo el domingo es una pena podrida / en tus ojos / de padrecito y en los dedos azules de mi mano muerta. / Irene. / Irene, en una cueva rosada se queman las lámparas / del agua […]” (p. 111).

A través de la cita se advierte claramente la isotopía de la destrucción que atraviesa toda la escritura: muerte, podredumbre… completada por las reiteradas menciones de esqueletos, fusilamientos, soledad y dolor que acentúan el dramatismo del texto. Pero lo más sorprendente no es tanto la omnipresencia de la muerte y los muertos, sino la contigüidad de mundos, la coexistencia de vivos y difuntos en un mismo espacio, en una alarmante ambigüedad que nos impide discernir claramente el estatuto existencial de los distintos personajes. Tal como ocurre en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, o Fuego en Casabindo, de Héctor Tizón, “Todo se confunde y va muriendo” (Tizón, [1969] 1972, p. 2).

Humberto Crimi en el “Prólogo”, luego de historiar el devenir de la literatura del siglo XX, señala que -ante los desafíos de la incomunicación, la robotización y el absurdo imperantes- el escritor “ha adoptado una actitud de lucha: escribe sin lógica aparente ni significación inmediata” (p. 10). A esta raza de escritores Crimi los llama “malditos” y en ellos incluye a Elena Jancarik y a su novela, que considera “un libro maldito, obsesivo, que sacude al lector para que se dé cuenta de no es más que un ser soñado, una simple imaginación”. (p. 11).

Es indudable en esta escritora, por cierto, su actitud renovadora y también el importante papel que desempeñó en el concierto de la literatura mendocina a partir de la segunda mitad del siglo XX. Nacida en Entre Ríos pero afincada en nuestra provincia, fue profesora de Literatura y Filosofía. Formó parte del grupo literario “Amigos de la poesía” y creadora, junto con Graciela Maturo, de la revista literaria Azor, tal como historia Fabiana Varela en su ponencia titulada “Revista Azor y Amigos de la poesía: hacia la conformación de redes poéticas de las Regiones Argentinas”, presentada en las VII Jornadas Nacionales de la RELA (Red Interuniversitaria de Estudios de las Literaturas de la Argentina), en 2018: “En junio de 1959 ve la luz, en la ciudad de Mendoza, la revista poética Azor (1959-1961), dirigida por Graciela Maturo y Elena Jancarik. La publicación tendrá una breve vida, como corresponde a este tipo de publicaciones, sin embargo, su impronta en nuestra cultura local no será menor, precisamente por la amplitud de autores que en sus páginas desfilan, no sólo mendocinos, sino procedentes de distintos puntos del país y de la región. Relacionada con el grupo Amigos de la poesía, la revista se asocia a una serie de publicaciones similares en otros puntos del país, estableciendo una especie de red poética que permite definir su existencia no sólo en términos locales, sino en relación con los derroteros de la poesía en las distintas regiones de la Argentina”.

Jancarik y Sola participaron también de otras empresas editoriales, como Tiempo de pájaro; revista de poesía. Ambas publicaron también en Cuadernos Australes (1958-1959), revista radicada en Buenos Aires, dirigida por Marina Briones y en la que colaboraron también distinguidas figuras del quehacer literario nacional e internacional, como Rafael Alberti, Augusto Roa Bastos, León Benarós, Bernardo Canal Feijóo, Ariel Ferraro, Luis Franco, Armando Tejada Gómez y Jaime Torres Bodet, entre muchos otros. Era una revista trimestral, con una clara intención federalista (tal como se advierte por los colaboradores, oriundos de diversas zonas del país) dedicada a las vanguardias artísticas, tanto en las artes plásticas como en la literatura y el pensamiento, y su papel en la difusión de las nuevas tendencias artísticas ha sido reiteradamente puesto de relieve. La poeta mendocina colaboró con “Instrumento”, que figura en la p. 27 del N° 2, septiembre de 1959.

Su obra publicada comprende además dos volúmenes: Me rescató el asombro elemental de saber; Cuadernos de la Dirección de Cultura de Mendoza, N° 1, publicado en 1958 y La soledad del muerto (1971, Fasanella). También colaboró en Reencuentro Mendoza AZOR 1985, junto con otros autores como Mario Ballario (compilador); Ibis Aguirre; Rosa Antonietti Fillippini; Américo Calí, Víctor Hugo Cúneo, María Angélica Pouget y muchos más.

Crimi resume las características que ofrece la escritura de Jancarik: una perspectiva temporal en la que coexisten simultáneamente el pasado, el presente y el futuro; la creación de un mundo caótico y unos personajes que -más que seres individuales- son esencias. A ello debe agregarse la preeminencia surreal del mundo onírico y la postulación de una simbología propia, frecuentada por arañas y cigarras y espejos, y en la que los días de la semana o los meses del año, el agua y la luz adquieren un valor muy particular: “Mi madre se llama Sara y sucede el verano. Por costumbre. Por costumbre nos demoramos en la piel de las cigarras y atardecemos de un modo innecesario con los ojos verdes. Cuando llega mi padre, distraídamente, se encienden las lámparas del agua. En la cintura celeste las arañas comienzan la ceremonia del recuerdo” (p. 19).

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